El Congreso de Honduras aprobó ayer (1 de julio) el estado de emergencia mediante el cual de modo indefinido se anulan derechos fundamentales consagrados en la Constitución. El dictamen se da en medio de la crisis nacional e internacional desatada tras el derrocamiento militar - apoyado por la partidocracia y la Iglesia - del presidente Manuel Zelaya.
El Congreso suspendió indefinidamente las garantías y derechos de los artículos constitucionales 71, 78, 79, 80 y 81, esto es: se prohíbe a los ciudadanos reunirse, asociarse, circular y manifestarse. Por si fuera poco, a esta batería de prohibiciones (clásica de las dictaduras) se suma la potestad de las autoridades hondureñas para acceder a cualquier lugar sin necesidad de orden judicial, desde las 22:00 horas a las 6:00 (horario del toque de queda).
La justificación de estas medidas se fundamentó en la idea que viene reiterando el nuevo gobierno desde la crítica unánime internacional al Golpe: la defensa de la soberanía hondureña. Desde el Partido Liberal se argumentó que la decisión se da ante la sospecha de que hay en Honduras muchas personas extranjeras que pueden estar intentando atentar contra la ciudadanía y el nuevo gobierno. Tan banal justificación sólo puede basarse en la paranoia del gobierno debido a su falta de legitimidad democrática o a la creación malintencionada de un enemigo externo, recurso habitual en los nacionalismos conservadores paridos por la razón de la fuerza y no por la fuerza de la razón.
Algunas horas después de que la Organización de Estados Americanos (OEA) diese un plazo de 72 horas al nuevo gobierno para que restaure el orden democrático vigente hasta el pasado domingo, éste advirtió que no admitirá intervenciones externas de ninguna clase y que recibirá a una delegación del organismo para explicarle la delicada situación hondureña. Zelaya por su parte, retrasó su regreso al país hasta el fin de semana, una vez cumplido el plazo dictado por la OEA. Además de afirmar que desiste a la reelección en el caso de volver al gobierno.
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